top of page

Capítulo I. Maldita intensa

  • Foto del escritor: malditaintensa
    malditaintensa
  • 2 mar 2021
  • 24 Min. de lectura

Actualizado: 29 ene

Hola, soy Julieta y soy una maldita intensa, esa debería ser mi carta de presentación. Dicen que el primer paso es reconocerlo; pues sí, lo reconozco. ¡Lo he pillado, querido universo! Pero cómo no iba a hacerlo cuando todos me repiten una y otra vez que lo soy, empezando por mi madre, Lucía, y mis hermanas, Emanuela y Kitty ―sí, como la gata―. Mi madre fue muy «original» a la hora de adjudicarnos los nombres que nos acompañarían de por vida; creo que en mí, al llamarme Julieta, pronosticó con total acierto una vida de dramas.

Pongámonos en situación: la historia que os voy a contar comienza hace unos años, practicamente cuando el Virus llamado Covid 19, cambio el mundo, o por lo menos tal y como lo conociamos hasta el momento. Como os he dicho, soy Julieta y mi familia la componen mi madre, viuda desde hace veinte años, y mis perfectas hermanas casadas ―cómo no― con hombres perfectos. Tienen trabajos perfectos y viven en perfectas casas a las afueras de Barcelona. Por cierto, Kitty por aquel entonces estaba embarazada de cuatro meses y nadie dudaba que su hija sería tan putamente perfecta como ella. Después estoy yo…, la hermana pequeña. 36 años y un hijo de 6, Noah. Me separé de David, el padre de Noah, al que normalmente llamamos el innombrable. Solo pronunciar su nombre nos produce escalofríos, es algo así como Voldemort. No os explicaré mucho más de él, ya que el que no debe ser nombrado podría volver y robarme el alma una vez más. Nuestra relación fue muy tóxica. En los últimos años habíamos roto y vuelto en varias ocasiones, así que dejamos de nombrarle para ver si de ese modo la maldición que parecía haber caído sobre mi persona y hacía que volviera con él una y otra vez pese a sus múltiples engaños, vicios y líos desaparecía. De alguna extraña manera dio resultado. Cuando me separé del innombrable me sumergí en un pozo autodestructivo. Pasé varios meses llorando, con insomnio, me sentía fracasada. Nada en mi vida iba como tenía que ir, y que mi madre me comparara continuamente con mis hermanas no ayudaba, pero después de unos meses de lamentos y llantos desconsolados, un día dejé de llorar.

Mis amigas guardan diferentes opiniones sobre el tiempo de luto necesario tras una ruptura; yo creo que depende de muchos factores: calidad de la relación, tiempo, conexión sexual y si está más o menos bueno… No debe ser lo mismo separarse de Shrek que de Brad Pitt, obviamente. Todos estos factores intervienen a la hora de necesitar más o menos tiempo para superar una ruptura. Mis repentinas ganas de vivir volvieron tras seis meses de luto. Lo curioso es que esto sucediera a finales de febrero, primeros de marzo, cuando en el mundo solo se hablaba de la Covid19.

Me apunté al gimnasio, quedaba con amigas y retomé el contacto con amistades del pasado, Victoria y Robert entre otros. Victoria y yo éramos amigas de siempre, vivimos juntas cuando teníamos veintipocos, pero pese a ser una de mis mejores amigas, en los últimos diez años nos habíamos visto como mucho cinco o seis veces. Robert pertenecía al mismo grupo de amigos, de los de toda la vida. Era más joven que nosotras, pero siempre habíamos tenido un vínculo especial con él, vínculo que entre ellos aumentó con los años hasta convertirse en los mejores amigos. Por mi parte, al marcharme, me desvinculé totalmente del grupo. Hacía quince años que no sabía nada de él.

Después de superar o creer superado mi momento de autodestrucción, pensé que mudarme y volver al barrio donde una vez fui feliz para comenzar allí una nueva vida con Noah sería lo mejor. Les di la gran noticia a familiares y amigos, así que, para celebrar mi inminente regreso, organicé una comida en casa de mi madre aprovechando que esta pasaría en casa de mi hermana todo el fin de semana, supuestamente para ayudar con la pintura y decoración de la futura habitación de su bebé. Kitty siempre fue la preferida y eso me molestaba profundamente. Cuando estuve embarazada, apenas me visitó hasta el momento del parto; obviamente, cuando se lo recriminaba, ella se defendía diciendo que había sido por mi culpa.

―Julieta, quizás no recuerdas que me tiraste una libreta a la cabeza cuando hice un comentario sobre el nombre que querías poner a tu bebé. Noah parece un nombre de niña, pero en fin…, ya dejaste claro que era tu decisión y que yo no debía meterme en nada. Pues no me metí.

Mi madre exageraba, como era habitual en ella. La libreta ni le rozó. Bueno, puede que la despeinara un poco, vale, pero ella era la persona menos indicada para hablarme de nombres, y El diario de Noah era una de sus películas preferidas.

Decidí dejar atrás mis celos por la inmensa implicación de mi madre en el embarazo de mi hermana y dedicarme a planificar un fin de semana de reencuentro. Hablé con Victoria y Robert, hacer una barbacoa aprovechando el precioso jardín y el buen tiempo parecía lo mejor. Sábado 14 de marzo, esa era la fecha.

Cuando habíamos concretado los detalles, apareció en todos los medios la tremenda noticia: «Alerta por pandemia activada». Colegios cerrados a partir del 12 de marzo, el domingo 15 de marzo a las 00:00 h se activaría el confinamiento. Todos los canales de televisión hablaban de ello.

Victoria nos propuso aplazar el reencuentro quince días, los que supuestamente duraría el confinamiento, pero después de hablar con Robert y comentar las ganas que teníamos de vernos, decidimos seguir adelante con el plan. Intentamos convencer a Victoria, pero se negó rotundamente, es algo hipocondriaca, así que el plan de tres pasó a ser de dos.

Robert apareció a mediodía, tal y como habíamos quedado. Después de tanto tiempo sin vernos, el reencuentro fue más agradable de lo que había imaginado, sobre todo porque mi pequeño amigo de barrio había crecido. Y de qué manera… Estaba realmente guapo. Recordaba perfectamente su cara de niño, pero ahora sus rasgos eran masculinos. Lucía una barbita sexy y su cuerpo delgado de adolescente se había transformado. Torso corpulento, brazos fuertes e intuía que debía de marcar abdominales bajo aquella camiseta ceñida. Para qué negarlo, quedé gratamente sorprendida.

Rápidamente nos pusimos al día y sin más volvimos a ser esos amigos que habíamos sido años atrás. Reímos, comimos y bebimos, esto último demasiado. Estábamos muy cómodos el uno con el otro. Siempre había sido un chico muy divertido, tenía una gran personalidad. El mediodía dio paso a la tarde, y las conversaciones y risas se transformaron en sutiles coqueteos. No me había sentido atraída por nadie desde que me había separado y, quizás por la confianza que me daba conocerlo desde siempre, me dejé llevar. Pasó lo inevitable. Después de unas horas de risas y pequeños roces, nos besamos. Pensé que sería extraño después del primer beso, pero lo más extraño resultó ser que no fuera tan extraño que eso pasara entre nosotros, como si ambos supiéramos que tarde o temprano sucedería.

Pasamos la noche juntos, y después otra y otra y otra más… Y, sin darnos cuenta, pasamos juntos todo el encierro, que, como ya sabéis, no duró exactamente quince días, sino tres meses. Para cuando se levantó el confinamiento, ya me había enganchado por completo. Enamorarse de él fue fácil, lo complicado fue que cinco meses después, el chico de quien me había enamorado perdidamente, mi amigo, decidió poner fin a la relación con estas palabras:

―Me agota tu manera de ser, eres demasiado extrovertida, llamas demasiado la atención; no creo que eso sea compatible conmigo, a la larga tendremos discusiones y prefiero poner punto final ahora. Te quiero demasiado y quiero que sigamos siendo amigos. Eres una maldita intensa, lo sabes de sobra, Julieta, pero te quiero.

Así que soy una maldita intensa. Fue ahí cuando esa frase se grabó en mí como un tatuaje. Sinceramente, me sentí confusa. Quiero decir: todavía más.

El mes que precedió a la ruptura lo pasé realmente mal. Volvieron los llantos y lamentos a mi vida. Comencé a analizarme. Me di cuenta de que sí, es cierto, soy una maldita intensa. Extrovertida, mucho, quizás demasiado, me altero con facilidad, lloro en demasiadas ocasiones, soy algo escandalosa... Está bien, lo admito: mucho… Soy de esas personas que hablan sin pensar demasiado, y actúo de igual modo: sin pensar. Después suelo arrepentirme y pido perdón a los afectados, en caso de haberlos. No tengo mucho autocontrol, por no decir ninguno, estallo cuando alguien me lleva la contraria, pero en mi defensa diré que esto solo sucede cuando sé que tengo razón. A la hora de beber no tengo freno, y después de ingerir varios gin-tonics puedo pasar por todos esos estados en cuestión de minutos.

Recapacité, pensé que después de la ruptura con el innombrable había querido forzar las cosas para estar y sentirme bien, pero al intentarlo supongo que logré el efecto contrario. Mis últimos años habían sido un vaivén de sentimientos tóxicos, de idas, venidas, reproches mutuos y gritos, así que cuando salí de esa relación, di por sentado que todo estaría bien de golpe, tenía que ir bien, y ya puestos tenía que ser rápido, tenía que ser ¡ya! Como podéis comprobar, la paciencia no es una de mis virtudes, podemos añadirla a la lista. Entonces, cuando Robert apareció como de la nada, en una parte de mi mente podía oír una voz que repetía una y otra vez: «No corras tanto, no estás preparada para una relación». Pero no hice caso de esa vocecita; es más, me lancé sin paracaídas y, para autonegarme la realidad, me decía a mí misma que solo éramos buenos amigos, nos atraíamos y nos dábamos cariñito. Era amor de amistad, nada serio, y sexo…, mucho sexo, sexo del bueno, joder. En ese aspecto encajábamos a la perfección, así que en la cuarentena lo pasé mucho mejor que la mayoría, lo pasé ―para qué mentirnos― realmente bien. Además teníamos la excusa perfecta: habíamos iniciado la cuarentena juntos.

Robert iba y venía, ya que, por su trabajo, tenía permiso para salir. Yo, por otro lado, me sentía genial, y pensé: «¿Por qué no?». Nos conocíamos hacía años, el mundo parecía irse a la mierda de manera inminente y él hacía que me sintiera realmente cómoda. Después de unas semanas llegué a pensar que nadie podría entenderme mejor, le había contado todo sobre mí, realmente todo, y quiero creer que él a mí también. Le confesé cosas que jamás le había confesado a nadie, y el sexo… ¡Buffff, era increíble! Creo que eso ya lo había dicho, ¿verdad? Bueno, merece la pena recalcarlo… El sexo con él era lo puto más.

La vida parecía sonreírme. Volví a sentirme bien, protegida, me sentía cómoda. Estar con él era como estar en casa, ese lugar conocido, agradable, el lugar donde nada malo puede pasarte, así que, pese a tener esa voz continuamente diciendo que no me enamorara, la cagué.

Hice lo que creía que él quería, aunque más tarde resultó ser demasiado para él. Claro, pensándolo bien, al inicio de nuestro… ―¿cómo llamarlo?― lío, ambos dejamos claro que no éramos pareja, que no queríamos pareja en ese momento de nuestras vidas, éramos dos amigos que pasan buenos momentos juntos. Amorcito sincero sí, pero libre y ya está. Pero como suele suceder, con el tiempo, la relación se volvió más… relación, más seria, y yo no bajé el nivel de intensidad. Hay cosas que se hacen con un amigo o follamigo con el que solo lo pasas bien, eso puede estar genial por un tiempo, pero si esa persona empieza a importante de verdad y la relación evoluciona, es obvio que debes evolucionar con ella. Ciertas actitudes y ciertos comportamientos deben cambiar, y yo no lo hice, pero él tampoco lo comentó, directamente analizó que eso no le gustaba para una relación y decidió abandonarla. Tampoco le culpo… En todo momento supe que las cosas no estaban bien, la maldita vocecita no dejaba de repetírmelo, pero ahogué mi intuición en cervezas, vino y gin-tonics, y no es que me pasara el día borracha, tampoco es eso, pero bebía mucho más de lo habitual, hice cosas sin pensar por el simple hecho de creer que era lo que él quería, olvidándome una vez más de pensar por mí misma. Tremendo error. Y para colmo, como siempre hago, lo antepuse a mí, así que cuando se fue, era normal que me sintiera más perdida aún de lo que ya había estado.

«¿Qué mierda me pasa?», me repetía. «Yo no soy así, ¿por qué no puedo dejar de ser alguien que no soporto? Si no me gusto ni yo…, ¿cómo voy a gustar a nadie? Soy un maldito desastre…».

Pero el destino, amigas y un viaje hicieron cambiar mi mundo. Sí, supongo que ahí empezó todo. Varias amigas y yo fuimos a celebrar un cumpleaños a Ibiza. Elena hacía cuarenta años, y cada vez que una del grupo cumple los temidos cuarenta, lo celebramos con un viaje. Una semana solas, sin niños ni parejas ―las que la tienen―. Sin responsabilidades. Unos días de libertad en plena época de coronavirus.

Al viaje iríamos Elena, Daniela, Kat, Irene, Jessica, Lucía y yo. Nos conocimos bailando en una discoteca de Barcelona entre el 2000 y el 2009, y desde que colgamos los tacones y los corsés, en definitiva, desde que dejamos el mundo de la noche, pese a que cada una tenía su vida, procurábamos vernos varias veces al año. Creamos un grupo de WhatsApp llamado Las Old School donde nos manteníamos informadas de los acontecimientos importantes: bodas, nacimientos de hijos, separaciones, nuevos novios, nuevas rupturas, relaciones sexuales, creencias espirituales, viajes, etc., lo típico. Y cuando Jessica, que vivía en Londres, venía de vacaciones a Barcelona, siempre procurábamos vernos.

Nos encontrábamos en la llamada «segunda oleada». Todo cerrado, pero vuelos, apartamentos y coche baratos. Habían confinado algunos barrios de San Antonio, la zona donde se encontraban nuestros apartamentos. Era finales de septiembre, rozando el mes de octubre, sabíamos de sobra que no íbamos a encontrar la isla que conocíamos, aquella a la que habíamos ido tantas veces en nuestra época de juventud dorada; lo sabíamos de sobra, pero estábamos muy emocionadas, unas por volver tantos años después, otras por ir por primera vez. Y algo pasó en esa isla que a todas nos tocó un poco el alma, y es que dicen que es mágica por algo, aunque para mí siempre lo fue, Ibiza tiene un magnetismo impresionante. Recuerdo la primera vez que fui, con tan solo diecinueve años. ¡Qué recuerdos tan maravillosos!, solo con poner un pie en la isla sentí ese «algo» que te envuelve. No todos lo sienten, ya que muchos solo la ven como un lugar de drogas, sexo y fiesta continua, pero, en mi caso, yo fui de las personas agraciadas que percibió desde el primer momento todo su magnetismo y me enamoré de ella. Diez años habían pasado de mi última escapada a Ibiza, y muchos más desde aquella primera vez, pero volví a sentir su magia, su poder, su duende y ese escalofrío nada más bajar del avión. Ya fuera porque las hélices del aparato aún seguían en marcha o no, sentí un escalofrío que recorrió mi cuerpo y me envolvió. Esa sensación invadió mi ser como una maravillosa corriente eléctrica. De repente, sentí paz, felicidad, serenidad…

El viaje fue tranquilo, o todo lo que puede serlo teniendo en cuenta que casi perdemos el vuelo y que éramos siete mujeres hablando, en ocasiones demasiado alto para ser las 06:00 a.m. Los asientos asignados no eran correlativos, pero el resto de los pasajeros, al vernos llegar corriendo y armando tal escándalo, huyeron de nuestro lado como si se incendiara la parte delantera del avión, así que, al estar el vuelo medio vacío por las nuevas restricciones de ocupación, dejaron sitio suficiente para que nosotras pudiéramos sentarnos juntas, cosa que estuvo bien; eso sí, todas salvo Irene, la más sensata del grupo, ella se quedó al final del avión como si no nos conociera de nada, durmiendo, o quizás haciéndose la dormida…

Desembarcar fue un caos, la compañía de coches de alquiler, donde solo atendía una trabajadora, nos retuvo en el aeropuerto más tiempo del esperado. Algunas de las chicas se quedaron discutiendo con la pobre trabajadora, a la que casi hacen llorar; otras tomaron café. Mientras tanto, Daniela y yo salimos a hacernos la típica foto de llegada a la isla con las letras gigantes de «IBIZA» que se encuentran frente a la entrada del aeropuerto. Cómo no, había que subirla a Instagram. Finalmente, una hora después, nos dieron un vehículo de siete plazas y nos dirigimos a los apartamentos. Dejamos allí las maletas, nos pusimos los bikinis, cogimos nuestras cosas y bajamos a desayunar.

Estábamos muy emocionadas. En medio del desayuno, Kat sacó un libro de los suyos. Kat es una persona muy espiritual y mística, es algo así como la sacerdotisa del grupo. Con el libro en las manos debíamos, una a una, realizar una pregunta para nosotras mismas, interiorizándola, y seguidamente abrirlo por donde la suerte quisiera para así obtener una respuesta a la pregunta. En ese momento comenzó la ronda. Cuando me tocó a mí decidí preguntar si volvería con Robert, y la respuesta fue algo así: «Tienes un gran poder y una energía con la que lograrás todo lo que te propongas, pero debes aprender a canalizarla y no desperdiciarla, tienes el poder en ti, aprende a usarlo de la manera correcta». Me quedé igual, pero me gustó la repuesta. Realmente no sabía cómo tomarlo, ¿era positivo?, ¿negativo? Supongo que dependía de cómo quisiera interpretarlo, así que decidí que sí, que era un rotundo «vais a volver».

El desayuno nos dio los primeros momentos de risas recordando viejos tiempos y decidiendo el plan del día, hasta que se me ocurrió llevarlas a Atlantis. Había estado diez veranos en la isla y todavía no lo conocía, salvo por foto, y por lo que Robert me había comentado sobre el lugar, la verdad es que... vaya fotos había visto… Una piscina natural, pegada al mar, separada por una simple línea de rocas, que, pese a la marea, permanecía con un color azul turquesa y con sus aguas completamente en calma. Por las fotos de publicaciones en Instagram pude ver que había unas rocas que se unían y formaban una especie de arco entre ellas. «Menudas fotos se publican de ese lugar», pensé. «He de hacerme ahí las fotos de mi bikini nuevo, justo entre esas rocas». Era el lugar idóneo para lucir bikini y el tipazo que la depresión pos-ruptura me había dejado, quedarían increíbles… Qué pena no tener una buena cámara y ―por qué no decirlo― a Robert allí para sacar las fotos.

Me sorprendía mucho no haber estado antes, me consideraba conocedora de las mejores calas de la isla, pero jamás había tenido el placer y apenas había oído nada sobre ese lugar hasta que, imagino, Instagram lo hizo famoso. Atlantis había pasado desapercibida para mí demasiado tiempo, era hora de visitarla, así que envié un wasap a una antigua compañera de trabajo, Raquel, nacida y criada en Ibiza. Le pregunté por el lugar. Me dijo que era bonito, pero que había que caminar unos treinta minutos por montaña para acceder y que no sabía si realmente nos merecería la pena. Yo decidí que sí, las fotos merecían la pena, así que tomé la decisión por mi cuenta y las engañé, les hablé como si ya hubiera estado, les dije que era, con total certeza, el mejor y más increíble lugar de la isla.

Cogimos el coche y, siguiendo las indicaciones, llegamos a una especie de explanada donde dejamos aparcado el vehículo. Las chicas me seguían creyendo que yo conocía el camino ―claro, les había mentido―, así que me adelanté unos metros y puse el GPS en modo paseo; de ese modo intuía con aproximación los caminos que debíamos tomar. Gracias a dios solo me equivoqué una vez, y por pocos metros. Al poco, nos cruzamos con unos paseantes ingleses a los que disimuladamente pregunté la dirección que debíamos tomar, no quería que las chicas me escucharan y se dieran cuenta de mi engaño. Me fijé en que los turistas llevaban mochilas, botas de montaña y uno de esos gorros de explorador tan horteras. Me indicaron el camino y de paso también me dijeron algo así: «Oh! You're crazy! You will not go in flip flops!!!». Vamos, que estaba realmente loca ―eso lo entendí― y algo de ir en chanclas, mi inglés es limitado. Nota mental: aprender inglés es necesario. Le quité importancia, estoy demasiado acostumbrada a que me llamen loca, y por todos es sabido que los turistas se equipan como Indiana Jones para ir al Tibidabo, son muy exagerados. El camino que habíamos hecho hasta el momento era plano y de tierra, un paseíto sencillo; además, cualquiera les decía a las chicas después de quince minutos caminando que teníamos que dar media vuelta.

Llegamos a una intersección donde una chica solitaria sentada en medio ―imagino que descansando― nos dijo que debíamos tomar el camino de la izquierda, el de la derecha llevaba al faro. Y aquí comenzó lo que para muchas fue el inicio de su odio hacia mi persona, el verdadero camino de treinta minutos del que Raquel me había advertido. Se trataba de una bajada de montaña algo inclinada, bastante dependiendo del tramo. El suelo pasó de ser simple tierra a rocas y piedras puntiagudas, todo cubierto por piedrecitas pequeñas que se desprendían a cada paso, desestabilizando así nuestro equilibrio, y muchas plantas secas. Pisé el acelerador, las chicas parecían un grupo de hienas. No sabía si reían o lloraban, no dejaban de protestar, me daba miedo que me tiraran una piedra a la cabeza, pero tampoco quería que se arrepintieran y decidieran dar media vuelta. Por suerte, Daniela me siguió. Llegó un momento en el que solo oíamos gritos de quejas y alguna risa que otra pero no las veíamos, y después de diez minutos más dejamos de escucharlas por completo. En ese momento me preocupé. Daniela y yo seguimos a buen ritmo, sin parar de caminar, saltando rocas, apenas sin hablar, algo difícil para nosotras, pero era necesario respirar de manera correcta para no agotarnos antes de tiempo. Entonces, como salido de una postal, se abrió ante nosotras una espléndida imagen, mejor aún que en las fotos de Instagram: el imponente mar; en las rocas, unas extrañas caras grabadas, imagino que por los hippies que antaño ocupaban la isla, y todo esto antes de superar la pequeña aunque costosa última bajada. Estaba chupado después de todo lo que habíamos caminado. Aquella imagen me conmovió, parecía un balcón a la inmensidad, donde mar y cielo se fundían. Las rocas que salían del mar tenían formas maravillosas gracias a la corrosión, era un verdadero espectáculo de la naturaleza. Respiré hondo y bajé el pequeño y último tramo junto a Daniela. Las dos, boquiabiertas, nos abrazamos y dijimos: «Ha merecido la pena». Algo en nosotras estaba cambiando, algo en mí lo hacía, algo que me permitía respirar por primera vez en mucho tiempo sin sentir ese nudo en la garganta, algo… Hasta que escuché:

―¡¡Me cago en tu puta madre, Julietaaaaaa, yo te mato!! ¿¡¡Dónde mierda nos has traído!!?

Era Jessica, un poco enfadada ―por decir algo― por la caminata ―claro está― y porque, además, iba bastante cargada. Recuerdo que justo antes de salir preguntó si habría chiringuito en la playa, ¿os lo podéis creer? La miré con cara de «¿lo dices en serio?». Pero por lo visto sí, lo decía en serio, muy en serio. Ella esperaba llegar a una playa, tumbarse en una hamaca y pedir un mojito a un apuesto camarero, así que imaginaos cómo estaba después de caminar treinta minutos en chanclas por la montaña, cargando comida, agua, toalla… Solo le hubiera complacido meter mi rubia cabeza en esa pequeña piscina natural hasta que dejara de patalear y me ahogara; la verdad es que hasta lo entiendo, yo tampoco imaginaba que el trayecto fuera a ser tan complicado.

Pese a las múltiples quejas de Jess, la peor parada fue Lucía. Por lo visto, se había caído en la bajada y parecía que hubiera sido atacada por un gato montés. Sentí profundamente haberme perdido ese momentazo para poder grabarlo y subirlo a Instagram. Tenía arañazos en piernas y brazos. No pude evitar reírme al verla tan magullada; en cuanto me vio, me tiró una de sus chanclas a la cabeza. Al resto del grupo el enfado se le fue pasando a medida que contemplaban las maravillosas vistas, conseguían coger aire y descansar. Una a una fuimos cayendo, dando un buen culetazo al intentar meternos en la dichosa piscina que, por cierto, no tenía más profundidad que unos 50 cm. Las alguitas que se formaban en las rocas de alrededor resbalaban como si pisaras aceite en una pista de patinaje sobre hielo y, como grandes amigas que somos, nadie avisaba a la siguiente para advertirle y que no se cayera. El karma, supongo, hizo que la primera en caer fuera yo.

Poco después de las caídas, las risas y de colocarnos como pudimos entre las rocas, ya que la arena brillaba por su ausencia, fui a investigar la zona. ¡Era tan bello...! Aunque esperaba encontrar menos público, demasiadas personas para tener un acceso de esas características. Pero era tan bonito todo lo que veía que realmente la gente a mi alrededor desaparecía, solo observaba las vistas y respiraba, el aroma a salitre y aquella brisa hacían sentir libertad, parecía como si, al abrir los brazos, pudiera echar a volar.

Caminé hacia la zona más fotografiada, donde las rocas simulaban un marco perfecto. Solo podía pensar en eso, en hacerme las fotos y que Robert viera lo que se perdía. Empezaba a agobiarme de tanto recordarlo, era pesado hasta para mí…, imaginaos a qué nivel. Pero realmente quería olvidarlo, por lo menos por un rato.

«¡Estamos en Ibiza, joder! Bah, piensa en otra cosa… Piensa en… en… Bueno, mejor miro el móvil por última vez», eso fue lo que realmente pensé. «A ver si ha mirado mis estados y juro que lo dejo…». Entonces me di cuenta de que… ¡¡no teníamos cobertura!! ¡¡¡No me lo podía creer!!! «Bien, cálmate, Julieta», me repetía mentalmente, pero no sabía si eso sería bueno para mi ansiedad. Mi respiración comenzó a acelerarse, el nudo en la garganta amenazaba con volver hasta que un estruendo de algo ―o, mejor dicho, alguien― fue provocado al caer al agua desde una altura considerable. Me asusté y miré hacia abajo. Solo se veían las burbujas que quedan después de lanzar algo pesado al mar. Después miré hacia arriba, no entendía quién podía estar tan loco como para saltar desde aquella altura, con rocas puntiagudas apuntando hacia el cielo desde el fondo del mar. Entonces, a cámara lenta y cual sireno, surgió del agua un chico bastante… ¿Cómo lo describiría…?, ¿perfecto? Abdominales marcados, pelo ni muy largo ni muy corto, lo suficiente para sacudirlo al aire y que pareciera un maldito anuncio de D&G. ¡Solo faltaba la música, joder! Tenía unos ojos profundamente azules. Me miró, me giré… por si miraba a otra persona. Me sonrió, volví a girarme. Entonces, de una manera patosa, le sonreí y farfullé algo así:

―¡Dios mío!

Él me escuchó y respondió:

―¿Cómo?

Y pareciendo más tonta aún, si era posible, salió de mí una risotada que jamás antes había escuchado, seguido de un…

―No, no ―otra vez la risa tonta―, decía que ¡Dios mío, qué miedo!, ¿no? ―De vuelta la risotada para dejar claro que soy muy pero que muy muy tonta.

Él sonrió y me dijo que si sabías por dónde lanzarte no era peligroso y no daba tanto miedo, y que si me atrevía a probar. «¡Ni muerta!», pensé. «Con mi suerte, seguro que pierdo el bikini o me abro la cabeza, o ―¡peor aún!― me quedo como el de Mar adentro, postrada en una cama de por vida. Así que le dije un tímido «No, gracias». Y con esa risa tonta, me di media vuelta y hui intentando disimular mi torpeza, cosa que no dio resultado, ya que tropecé. Me volví y ahí estaba él, sonriendo mientras se volvía a sacudir su fantástico pelazo.

Las chicas estaban sacando las cosas para comenzar a comer, así que decidimos ir después a hacer las fotos que tanto ansiaba. Llegué a la toalla y comencé a sacar mi comida cuando, de repente, vi una imagen que jamás olvidaré. Elena, la cumpleañera, había ido a echar un vistazo por las cercanías y estaba intentando regresar atravesando la piscina a gatas para volver a caer de culo, y justo detrás de ella, un hombre no muy agraciado ―todo hay que decirlo― hacía nudismo. Para poneros en situación, la imagen era la siguiente: Elena, agachada; justo detrás de ella, este hombre, en posición de taza con las manos en la cintura, y visualmente, sobre la cabeza de Elena, el pene más flácido y horrible que había visto jamás; además, sus testículos colgaban de una manera exagerada, mucho más que su miembro, y eran de un tamaño espantosamente grande. Avisé a las chicas de la imagen que se producía ante nosotras y comenzamos a reír a carcajadas, tanto que no podíamos mediar una palabra, solo reír y retorcernos. Elena, al no entender lo que sucedía, giró la cabeza rápidamente, quedando, de este modo, las granes pelotas y el pequeño pene flácido a la altura de sus ojos, con pocos centímetros de separación. Pensé que se horrorizaría, gritaría o se sobresaltaría de alguna manera como mínimo, pero imagino que, al vernos reír de esa forma tan exagerada, su reacción fue, por sorpresa, aún más divertida, volvió a girarse mirando hacia nosotras con los ojos muy abiertos y dijo gritando:

―¡¡Ya está la comida, chicaaassssssss!! ―En su posición de perrito, comenzó a dar bocados al aire añadiendo a todo esto efectos sonoros, unos divertidos gruñidos y siguió su camino. No sé cuánto rato pudimos estar riendo.

Comimos y, como era de esperar, presioné para ir hacer las fotos. Me acompañaron Kat y Elena. Mutuamente nos sacamos unas instantáneas maravillosas en bikini. Desnudas, posamos como si hubiéramos nacido para vivir de ello, y yo ya tenía material para Instagram y para que Robert viera lo que se perdía. Ya podía relajarme, ya era feliz.

De vuelta, Kat se quitó el bikini y se quedó desnuda para tomar el sol. No era extraño, ya que en Ibiza se suele practicar mucho nudismo, y tampoco era extraño que Kat lo practicara, lo hace allá donde va, haga sol, nieve o truene, se siente parte de la naturaleza y es su modo de conectar con ella. Pero su postura era bastante curiosa, básicamente porque se le podía practicar una citología sin mucho esfuerzo. Pasaron un par de personas por delante, y su forma descarada de girar la cabeza tampoco pasó desapercibida para ninguna de nosotras, a lo que Lucía comentó:

―Nena, en esa postura se te va a poner moreno hasta el útero.

Y cómo no, Kat abrió aún más sus largas y preciosas piernas haciendo un camino del cielo a su vagina con ambas manos y comenzó a decir, o mejor dicho gritar:

―¡Oh, Padre Sol, ven a mí! ¡Poséeme, entra en mí, Padre Sol, yo te entrego mi ser!

Volvieron las risas grupales descontroladas y las miradas de asombro del resto de la pequeña cala. No sé cómo lo hacemos para terminar siendo el espectáculo allá donde vamos. He llegado a creer que, si en nuestros viajes nos siguiera un cámara documentando todo lo que sucede, venderíamos más que las Kardashian.

Sobre las 16 h decidimos que, si queríamos ir a ver la puesta de sol al Café del Mar, tendríamos que ir saliendo. Yo intenté animar diciendo que la vuelta sería más fácil, pero nada más lejos de la realidad: las chicas volvieron a quedar atrás; Daniela y yo volvimos en cabeza, pero esta vez acompañadas de Kat, imagino que Padre Sol le había otorgado fuerzas al poseerla.

Como era obvio, fuimos las primeras en llegar a la cima. Nos sentamos agotadas en la sombra de un árbol y nos felicitamos por el logro. Nos sentimos bien, vivas, felices. Ambas me agradecieron haberlas llevado a un lugar tan hermoso y mágico, y admitieron que el camino merecía la pena. Entonces les confesé que realmente jamás había estado antes. Poco a poco comenzaron a llegar el resto, descansamos unos minutos, bebimos algo de agua y continuamos el camino, quedaban aún quince minutos hasta el coche. Caminando, hablando, riendo, rememorando los momentos del día y planeando el resto de la tarde mientras seguíamos el sendero, una vez más, sin saber por qué, me adelanté absorta en mis pensamientos. No me lo quitaba de la cabeza, creía que estaba mejor, creía que estaba superado y que en Ibiza aún lo estaría más, pero por algún extraño motivo parecía ser todo lo contrario. Tampoco había sido una relación seria o de mucho tiempo para estar tan afectada, ¿realmente era para tanto? Y si no era para tanto, ¿por qué no podía dejar de pensar en él? Las dudas sobre todo aquello no me dejaban tranquila.

Por fin llegamos al coche. Decidimos ir directas al Café del Mar sin pasar por los apartamentos, ya que, si lo hacíamos, lo más probable era que no llegáramos a ver la caída del sol. Una vez allí, finalmente fuimos al lounge bar que esta justo al lado, ya que en el Café del Mar no había música ni una triste alma, mientras que el de al lado parecía tener algo más de ambiente. Pedimos unos cócteles y nos pusimos a hablar de nuestras cosas. Sin darme cuenta, por lo visto mencioné demasiadas veces a Robert, cosa que para mí estaba justificado, ya que tenía que ver con la conversación, no porque no pudiera dejar de hablar de él, pero al parecer, era demasiado evidente que seguía enganchada, y las chicas me sometieron al tercer grado. Les expliqué que éramos grandes amigos, que hablábamos casi a diario y que él era muy bueno conmigo. Y, sobre todo, que yo estaba bien pese a que le echaba de menos, pero que no había nada que temer. No quisieron agobiarme con el tema, solo hicieron comentarios tipo:

―Se ha agobiado porque eres demasiado mujer para él.

―No sabe lo que quiere, como la mayoría de los hombres. Seguro que vuelve, Julieta, son todos iguales…

Sus caras de lástima me hicieron una vez más mirar el móvil, mirar su perfil.

Quedaban pocos minutos para la puesta de sol, calculábamos aproximadamente una media hora cuando pusieron una canción que nos encantaba a todas e hice un intento desesperado para demostrarles que no me sentía afectada por el tema, así que me levanté de la silla y comencé a bailar, cosa que provocó la rápida reacción de los camareros y camareras del lugar. Una de ellas vino corriendo a advertirnos de que estaba totalmente prohibido bailar. Kat se sintió muy ofendida y dio un manotazo en la mesa:

―¡¿Cómo?! Ya lo que nos faltaba, ¡nos prohíben bailar! ¡¡Nos quieren quitar las ganas de vivir, de sentir, de ser quienes somos!

Las chicas y yo nos conocimos bailando, bailar era una parte esencial en la vida de todas aunque hiciera años que no nos dedicáramos a ello. Era parte de nosotras, de nuestra manera de ser, de nuestra esencia, es como si le prohíbes a una flor, sin más, producir cualquier tipo de aroma, algo imposible. Nos levantamos indignadas y nos fuimos de la terraza del local antes de ver la puesta de sol. Seguíamos protestando sobre el tema mientras nos dirigíamos a la playa que queda justo en frente para poder ver el atardecer desde allí. Las palabras de Kat resonaban en mi cabeza: «Nos quieren quitar las ganas de ser quienes somos».

Comenzó el espectáculo. El sol caía en unos maravillosos tonos rojos. Cada una fue a disfrutar del momento a su manera: Irene, Lucía, Jess y Elena se quedaron sentadas en un banco del paseo; Kat, en posición budista cerca de la orilla, meditando; Daniela paseaba y sacaba fotos, y yo, sin poder dejar de pensar en aquellas palabras: «No nos permiten ser quienes somos». Mientras se hundían mis pies en la arena rozada por el agua fresca del atardecer, sentí que yo misma me hundía con ellos, no podía salir de allí, como si de arenas movedizas se tratase. Me preguntaba si era yo como esa flor a la que prohíben oler, o quizás la flor que no se permite a sí misma oler, da igual cómo, bien o mal…, simplemente oler. Y mirando cómo el sol se escondía cada vez más tras el horizonte y el cielo rosado, me di cuenta de que había pasado media vida cohibida, unas veces por prohibiciones directas de personas influyentes para mí; otras tantas veces, cohibida por mí misma por miedo al rechazo. Sentí que siempre había tenido pavor a mostrarme como soy por miedo a desilusionar, a decepcionar. Y entonces estallé en un desesperado llanto. Al verme, las chicas corrieron hacia mí. Irene me agarró por los brazos.

―Julieta, cariño, ¿estás bien?

No podía dejar de sollozar. Agotada, caí sentada en la arena sin quitar las manos de mi cara por vergüenza. Todas me preguntaban:

―¿Es por Robert? ¿Qué te sucede? ¡Háblanos! ¡Cuéntanos qué tienes, pequeña!

Sin más, levanté la mirada, me puse en pie y, mirando los últimos resquicios de sol que quedaban, entre lágrimas, rabia y dolor, les dije:

―No, o sí. ¡No, joder, no, no es por Robert ni por nadie, es por mí! Necesito más, ¡¡mucho más!! Más amores que amen bonito, más risas descontroladas y viajes inesperados, más baños desnuda en el mar, más pasión, más abrazos al amanecer, más miradas a los ojos, necesito más silencios, más poemas, más belleza, más naturaleza, necesito más baile, más baile, ¡mucho más baile! Necesito permitirme ser quien soy y no sentirme mal por ello. ¡¡Y qué, joder!! ¡¡Y qué si soy una maldita intensa!!

Ellas solo me abrazaron. Dejaron que descargara todo eso que tenía dentro, que me desahogara, gritara y llorara como una niña en la peor de sus rabietas. Llevaba mucho reteniendo, tenía demasiado dentro de mí que no había soltado, llevaba mucho sin permitirme ser quien soy, sin aceptarme, y ellas sabían que no necesitaba consejos o palabrería barata, solo necesitaba sacarlo, aceptarlo y quizás así comenzar a aceptarme. Y así lo hice: solté.



 
 
 

17 comentários


leslypogocastro
22 de set. de 2024

Intensa o no, eres increíble ❤️

Y adoro, adoro leerte

Curtir

alba cañamero
alba cañamero
08 de mar. de 2021

Q chulo 😉

Curtir
malditaintensa
malditaintensa
08 de mar. de 2021
Respondendo a

Muchas gracias, cada martes capitulo nuevo, no lo olvides 😜😘😘

Curtir

anais_jb
07 de mar. de 2021

Diossss me a encantado!!!!! Estoy impaciente para el proximoooo


Curtir
malditaintensa
malditaintensa
08 de mar. de 2021
Respondendo a

Mañana mas bonita,😁 me hace feliz ver que te ha gustado, muchas gracias

Curtir

mtoutri
05 de mar. de 2021

No puedo esperar a leer el próximo capítulo!

Curtir
malditaintensa
malditaintensa
05 de mar. de 2021
Respondendo a

El próximo martes!!! ❤️❤️❤️❤️❤️❤️

Curtir

evdala77
04 de mar. de 2021

No cambies nunca, eres única y eres tú misma sin querer aparentar nada. Me encanta como eres porque detrás de una chica sexy está una chica con una gran calidad humana y eso también lo transmites. A mí me encantas de siempre. LOVE. P.D. y sigue escribiendo así bonita. ♥️

Curtir
malditaintensa
malditaintensa
04 de mar. de 2021
Respondendo a

Seguiré escribiendo si tu sigues leyendo jejejeje gracias por tus palabras Corazón

Curtir

Formulario de suscripción

¡Gracias por tu mensaje!

©2021 por Maldita intensa. Creada con Wix.com

bottom of page