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Capítulo VII. Maldita sea.

  • Foto del escritor: malditaintensa
    malditaintensa
  • hace 4 días
  • 8 Min. de lectura


Desperté a media tarde con la boca seca y el alma empapada. No sabía si era de culpa, de sudor o de esa humedad emocional que te deja un polvo intenso con un ex-casi-algo. No con cualquier ex-casi-algo: con él. Robert. Otra vez, Robert.


La ironía más grande de todas: estábamos en mi cama. En mi casa. En mi templo sagrado, en el único rincón donde se suponía que podía respirar tranquila. Y ahí estaba él, como si nunca se hubiera ido, dormido como un ángel endemoniado entre mis sábanas.


Me levanté en silencio, sintiendo que cada crujido del parquet era una confesión. Caminé por mi propio piso como si fuera una intrusa, intentando no hacer ruido mientras recogía mi ropa del suelo, como quien recoge los pedazos de su autoestima.


¿Qué coño acabas de hacer, Julieta?


Mi conciencia no se molestó en susurrar. Me lo gritaba a pleno pulmón.


La respuesta estaba clara: Lo que tenía ganas de hacer desde hace meses, darling. Estupendo. Otra vez mi libido tomando decisiones sin consultarme. Maldita sea, maldita intensa, ¡¡maldita sea!!


Me puse las bragas sin mirar atrás. El sujetador —que no sé cómo ni por qué— había terminado colgando de la lámpara. Desde allí parecía mirarme como si supiera algo que yo aún no terminaba de procesar. Me juzgaba desde las alturas. Genial. Ni mi ropa me respeta.


Justo cuando pasaba por la puerta del dormitorio, su voz me detuvo.


—¿Dónde vas, nena?


Mierda. Cazada.


Me giré, y allí estaba él, tumbado, desnudo, entre mis sábanas de satén de Zara Home color gris topo, en esa postura suya tan jodidamente sexy que dejaba entrever justo la parte alta de su pene —como si lo hiciera a propósito—. Y con eso, como era de esperar, también aumentó mi ya insoportable sentimiento de culpa. Creo que ese día hice mi primer trío: Robert, la culpabilidad y yo. O puede que fuera una orgía y estuviéramos jugando todos: Robert, la culpa, la dignidad, unos cuantos demonios, alguna que otra personalidad mía que solo salía cuando la libido me invadía y evidentemente YO.


—Pensé que era mejor así —respondí sin mirarlo. A la cara, me refiero… como si eso hiciera menos real todo esto.


—¿Mejor para ti o para tu conciencia?


Touché. Siempre ha tenido esa maldita habilidad para desarmarme con una frase.


—Para todos —dije, encogiéndome de hombros—. Lo de antes no tenía que pasar, Robert.


Él se sentó en la cama, medio desnudo, medio irresistible, y totalmente consciente del poder que todavía tenía sobre mí.


—Pero pasó. Y no fue cualquier cosa, Julieta.

—Sea como sea, seguimos sintiendo algo.


Quise decirle que claro que lo sentí. Que lo seguimos sintiendo. Que entre nosotros hay algo que ni el tiempo ni mis intentos de superarlo han podido borrar. Pero no. Me tragué las ganas. Me puse unos vaqueros. Me ajusté la blusa. Y salí al salón como si con eso pudiera salir también de mis propios enredos.


Él no me siguió. O quizás sí. No miré atrás.


Mientras me servía un vaso de agua en la cocina, como si hidratarme pudiera disolver la culpa, me vibró el móvil.


Denis.

Ese hombre que hacía menos de veinticuatro horas me había mirado como si ya fuéramos un “nosotros” y un “para siempre”. Me había regalado un anillo, se había comprometido a hacerme feliz. Ese mismo hombre que había venido a Barcelona por mí.


“Hola, preciosa. ¿Tomamos algo?”


Mi estómago se encogió como si me hubiese tragado una piedra.


Le iba a mentir. Así, sin pestañear. Porque no se miente solo con palabras. También se miente con omisiones. Y con polvos reincidentes.


El ruido de la ducha me sacó de mi espiral mental. Robert se estaba duchando. En mi baño. Como si todo fuera normal. Como si esto no fuera un puto campo minado emocional.


Cogí mis llaves, el bolso, y salí de casa sin hacer ruido. Algo me decía: “Sal de aquí ahora”. Así lo hice.


Y menos mal que lo hice.

Porque apenas giré la esquina y…


—¡Julieta!


Mi alma se suicidó en bucle al reconocer esa voz.


—¿Denis…?


Ahí estaba. Sonriendo. En medio de la acera. Tan guapo, tan impecable, tan… él. Con una bolsita de café en la mano y cara de “vine a verte porque me muero de ganas”.


—Pensé en sorprenderte —dijo, levantando el café como si fuera un trofeo—. Pasé por aquí, te escribí hace un rato. ¿No lo viste?


—Ah, sí… no… no lo vi. O sí. No sé. Mi móvil a veces… se comporta como yo: no responde bien bajo presión.


Él rió, suave. Yo sudaba por dentro. Literal. Tenía el corazón en la garganta y una mezcla de perfume masculino y gel de ducha aún flotando en mi memoria olfativa.


—¿Ibas a algún sitio? —preguntó.


—Yo… iba a por un café. Qué coincidencia, ¿no? —mentí como una campeona.


—¿Entonces te pillo bien? Pensaba que podíamos tomar algo ahí al lado —señaló la terraza de siempre—, y te dejo enseguida si estás liada. Solo quería verte. Esta mañana me dejaste un poco preocupado…


Quise morirme. No mucho, solo lo justo. Lo suficiente como para no tener que sentarme a tomar un café con el hombre que había decidido volver a Barcelona por mí… y con el que acababa de engañarle aún con las sábanas arrugadas, todavía deambulando por mi casa.


—Claro… sí… ¿Por qué no? Un café es bien. Bien, bien. Eso sí, corto. Muy corto. Como de “me lo tomo de pie y me voy”.


Y ahí estábamos, sentándonos en una mesita bajo la sombrilla, él hablándome de su día, de la gestoría, de no sé qué movida con el traslado de la policía… y yo con la sensación de estar viendo la escena desde fuera. Como si mi vida fuera una tragicomedia en bucle.


Hasta que, claro… la comedia decidió volverse aún más "tragi", más bien casi cruel.


Porque lo vi venir. Literal. Lo vi cruzar la calle, recién salido de casa, el pelo mojado, las gafas de sol puestas, esa camisa blanca que parecía robada de un videoclip de Maluma.


Robert.

Jodido Robert.


Se paró. Me miró. Miró a Denis.

Sonrió.


—Vaya, vaya… qué sorpresa.


Yo tragué saliva. Denis entrecerró los ojos.


—¿Quién es él? —preguntó.


Y en ese momento entendí que Dios no descansó el séptimo día. No. El séptimo día creó el caos… y me lo dedicó a mí.


—¿Quién es él? —repitió Denis, con el ceño fruncido y ese tono de voz tan educado que daba más miedo que si hubiera gritado.


Robert se adelantó, como si estuviera entrando a un escenario.


—Soy Robert —dijo, con voz pausada, encantadora y sobradamente segura—. Vecino. Amigo. A veces terapeuta espiritual.


Me dieron ganas de meterle la bolsita de café de Denis por donde no entra la luz.


—Vecino del alma —murmuré, intentando tragar la tensión. Y la culpa. Y la ironía, que me salía por los poros.


—¿Vecino? —insistió Denis, girándose hacia mí con una media sonrisa que me heló la sangre—. ¿Vecino que sale de tu casa con el pelo mojado?


Punto para Denis.


—Pues sí… qué casualidad, ¿no? —Robert sonrió aún más. ¿Por qué estaba disfrutando tanto?—. Me estaba duchando en casa de Julieta. Tuve un pequeño accidente con las tuberías de la mía. Ya sabes, cosas de vecinos. Todo muy civilizado.


Yo quería morirme.


—¿En tu casa no tienes toalla o también se te rompió la lavadora? —preguntó Denis, con esa calma que precede a los tsunamis.


—Bueno, podría haber sido cualquier cosa —intervine, nerviosa—. El universo es misterioso. A veces decide que dos personas estén en el mismo sitio a la misma hora. Y con las mismas sábanas.


No sé por qué dije eso. Tal vez porque mi cerebro se había desconectado y estaba en modo “sabotaje automático”.


Robert se rió por lo bajo.

El muy cabrón.


—¿Sabes qué? —dijo Denis, levantándose despacio—. Voy a dejar que habléis. Parecéis tener muchos… temas de vecinos pendientes.


—Denis… —Intenté detenerle, pero ya se había girado.


—Solo espero —dijo, antes de marcharse— que la próxima vez que me invites a tu cama no haya nadie más en ella.


Y se fue.

Sin mirar atrás.

Dejándome sentada. Con el café frío y el corazón ardiendo.


Me tapé la cara con las manos.

Robert se sentó frente a mí.


—¿Demasiado pronto para bromas? —preguntó.


Le lancé una mirada asesina.


—Vale, vale. Solo digo que si eso fue un triángulo amoroso… la geometría no te está saliendo muy bien.


Le tiré la cucharilla del café.

Fallé. Obvio.


—¿Quieres matarme o que me quede? —dijo, con esa sonrisa que era un castigo y una tentación a partes iguales.


—No sé qué quiero, Robert. No sé ni quién soy ahora mismo. Puede que sea la mala de esta historia. O puede que solo sea una chica que no quiere que le rompan el corazón… y por eso se lo está destrozando ella sola antes.


Hubo silencio.


Él se levantó y dejó un beso leve en mi cabeza.


—Cuando lo sepas, ya me dirás.

Y se fue.

Y yo me quedé allí.

Con dos cafés fríos…

Y una culpa que ni el universo podía disolver.


Entonces sonó el móvil.


Denis.

—Julieta, me vuelvo a Ibiza antes de que me destroces. Como tú sola te estás encargando de destrozar tu vida, solo te pido una cosa: por una vez, sé honesta. No conmigo. Contigo.


El problema no era elegir entre dos hombres.

El problema era elegirme a mí.

Y ni siquiera sabía por dónde empezar.


Apagué el móvil.

Ojalá se pudieran silenciar también las emociones.


Me quedé un momento más en esa silla, sin saber si llorar, correr detrás de Denis o detrás de Robert, o quizás sería mejor decirle que desapareciera de mi vida y de mis sábanas. O quizás todo a la vez. Como una escena de musical dramático con cambio de vestuario incluido.


Pero no hice nada.

Me limité a mirar cómo el sol caía sobre la terraza y a preguntarme cómo podía haberlo jodido tanto… tan rápido. Ni veinticuatro horas habían pasado desde que Denis me había dicho “me quedo contigo” y yo le había dicho “yo también” con los ojos, con los besos, con el cuerpo.


Pero claro, luego estaba él.

Robert.

El eterno “y si”.

El que sabía dónde tocarme, cuándo callar, y cómo hacerme sentir como si todo el caos fuera arte.


Quizá eso era lo más peligroso: que con él, hasta lo roto parecía bonito.


Respiré hondo.

Me tragué las lágrimas como si fueran pastillas para el insomnio.


Y me fui andando. Sin rumbo.

No tenía a quién llamar. No quería hablar con nadie. Solo caminar.

Sentirme real. Salir de la absurda obra teatral en la cual se había convertido mi vida.


Y ahí fue cuando me encontré con Lara, claro. Porque si hay algo que el universo sí sabe hacer bien es traer a tus amigas cuando estás al borde de tu propio abismo existencial.


—¡Pero qué careto me llevas! —dijo nada más verme—. ¿Te han echado de un reality o acabas de rodar un drama sexual con final abierto?


—Ambas cosas —murmuré.


—¿Qué ha pasado ahora? ¿El ruso, el francés o el catalán con cara de drama?


—El drama soy yo, Lara.


Ella me miró. Con esa mirada que no juzga. Solo ve.

Se acercó, me abrazó y me dijo:


—Pues hazlo bien. Sé un drama de los buenos. Con diálogos intensos, decisiones equivocadas y todo el amor propio que puedas rescatar entre polvo y polvo. Pero eso sí… que tenga final feliz. Aunque sea contigo sola, bailando en bragas en tu cocina.


Y por primera vez en todo el día… sonreí.


Porque sí. Estaba jodida.

Pero al menos, no estaba sola.


Y aunque no sabía si el amor de mi vida acababa de irse para siempre a Ibiza o se acababa de duchar en mi casa…

Sabía una cosa:

Tenía que empezar por mí.


Y puede que ese fuera el principio de todo.

 
 
 

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